En muchas casas de estudio se naturaliza la mordaza para callar voces disidentes; el caso de La Plata en sintonía con la UBA
Cuando la universidad pierde un punto de su presupuesto, muchos salen a la calle a protestar y reclamar. Está muy bien. ¿Pero qué pasa cuando pierde varios “puntos” de pluralismo y de tolerancia? ¿Nadie sale a defender esos valores? ¿Qué pasa cuando en una casa de estudios se impide la expresión de determinadas ideas y se ejercen la censura y la violencia con métodos patoteriles? Son preguntas que tal vez podrían formularse en términos más conceptuales y de fondo: ¿hay sectores de la universidad que consideran más importante el dinero que la democracia?, ¿qué lugar ocupan cuestiones como las de la diversidad, la transparencia, la amplitud y la convivencia en la escala de valores de grupos dominantes en el sistema de educación superior?
Hay que poner una lupa sobre lo ocurrido la semana pasada en la Universidad Nacional de La Plata para advertir que las casas de estudios están amenazadas por concepciones autoritarias y gérmenes de violencia que se han incubado en su propio seno. Las imágenes son muy elocuentes: activistas estudiantiles, convertidos en fuerzas de choque, impiden el acceso de legisladores identificados con el oficialismo nacional que iban a dar una charla para una agrupación libertaria. No discuten ideas ni argumentos; exhiben cadenas y arrojan piedras. Un profesor celebra el ataque por redes sociales: “¡Qué bien acomodado estuvo ese piedrazo!; ojalá los caguen decapitando en el patio del rectorado; no deberían poder salir a la calle”, arenga con verbo exaltado el integrante del claustro docente. Aunque luego se ve forzado a pedir disculpas, deja expuesto el espíritu de intolerancia, de sectarismo y de censura que anida en muchas cátedras universitarias. El rectorado sale del paso con un escueto comunicado en el que repudia la violencia y subraya su compromiso con los valores de la universidad democrática. Pero no promueve sumarios ni sanciones. Tampoco había movido un dedo para evitar un “escrache” que estaba anunciado y al que se convocaba públicamente.
Un grupo le pone candado a una sede de la universidad y echa a piedrazos a legisladores elegidos democráticamente, pero no hay consecuencias. Un profesor reivindica la “decapitación” y los piedrazos como herramientas ideológicas, pero todo se archiva con un ligero pedido de disculpas. Los decanos no se pronuncian. Tampoco lo hacen los rectores de las otras universidades. Los profesores hacen silencio, tal vez por miedo, en muchos casos, a sufrir ellos mismos “el escrache”.
El episodio confirma la necesidad de un profundo debate sobre las universidades, en el que el financiamiento debería ser un capítulo, pero no el único. El Gobierno no ha tenido talento, pericia ni sensibilidad para promover una discusión estructural y de fondo. Ha planteado el tema en términos exclusivamente fiscalistas, con una actitud y un lenguaje de brocha gorda que han puesto a la comunidad académica a la defensiva. La posición gubernamental se ha leído como un ataque a la educación pública y no como un debate sobre las deformaciones, la opacidad y los dogmatismos que han dañado, desde adentro, a la propia universidad. En lugar de discutir un modelo, se atacó un símbolo y una institución. Al menos así se ha interpretado, y eso explica las masivas movilizaciones “en defensa de la universidad pública” sobre las que se ha montado la corporación universitaria para defender sus privilegios y ocultar sus vicios y sus desmanejos.