Hay un sindicalismo que no representa a sus bases, sino a su burocracia; no defiende ideas ni derechos, sino privilegios y negocios que socavan sus fuentes de trabajo y su propia legitimidad
Si un día descubriésemos que los competidores de Aerolíneas Argentinas contrataron en forma clandestina a los sindicalistas de la línea de bandera, nos escandalizarían las malas artes y la inescrupulosa ruptura de la lealtad comercial. Pero deberíamos reconocer que la estrategia habría sido tan perversa como efectiva: nadie ha hecho tanto por devaluar la competitividad de Aerolíneas, y beneficiar así a todos sus competidores, como los gremios que, desde hace meses, llevan adelante una estrategia salvaje de reclamo con angustiantes consecuencias para los pasajeros que quedan varados o directamente encerrados en aviones y aeropuertos.
“¿Quién compraría hoy un pasaje en Aerolíneas?”, se preguntaba hace pocas semanas el profesor Juan Carlos de Pablo en una columna en LA NACION. Para muchos destinos no existe alternativa, pero en los casos en los que hay otras opciones los pasajeros prefieren, naturalmente, no correr riesgos de cancelaciones ni demoras. Así –explicaba De Pablo–, cae dramáticamente la facturación de una empresa que ya arrastra desde hace años una ecuación deficitaria. Al provocar ese resultado los gremios destruyen la empresa que dicen defender. ¿Son una excepción? ¿O forman parte de una cultura prepotente y autodestructiva que tiñe muchos reclamos sectoriales? Tal vez debamos mirar el conflicto de los aeronáuticos como parte de un fenómeno más amplio y más complejo, en el que el sindicalismo no representa a sus bases, sino a su propia burocracia; no defiende ideas ni derechos, sino una red de privilegios y negocios que socava, paradójicamente, sus fuentes de trabajo y su propia legitimidad.
La metodología que se vio la semana pasada en Aeroparque, cuando cientos de pasajeros quedaron atrapados en los aviones y vieron retenidos sus equipajes por una “asamblea” de Intercargo, es el reflejo de una cultura violenta y extorsiva que ha tendido a naturalizarse en las últimas décadas. Para reclamar por el presupuesto, los universitarios toman facultades y cortan calles con supuestas “clases públicas”; para negociar salarios, muchos gremios bloquean circuitos productivos, toman fábricas y obstaculizan el comercio. Para “defender” la escuela pública se cierran las aulas y se deja a millones de chicos sin clases. Cualquier marcha o movilización puede incluir una pedrada o una quema de cubiertas. Cuando un fallo no satisface las expectativas, se amenaza o se patotea a los jueces. La “cultura piquetera” y las prácticas patoteriles se han enquistado en la lógica del reclamo, como si amplios sectores de la dirigencia y de la militancia se hubieran dejado seducir por el estilo de un elenco estelar: Moyano, Baradel, Grabois y Belliboni.
Un fallo de esta semana tiende a poner las cosas en su lugar. Uno de los jefes de la CGT fue procesado y embargado por liderar, en 2021, el bloqueo de una estación de servicio en la ciudad de Buenos Aires. El pronunciamiento de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal contra el gremialista Carlos Acuña traza una línea clara: una cosa es la protesta; otra distinta es el delito. Una cosa es el derecho a huelga y otra el chantaje y la extorsión. Esa raya, sin embargo, se ha hecho cada vez más difusa, al extremo de incorporar la fuerza, y en muchos casos la violencia, como si fueran herramientas aceptables del reclamo sectorial.